martes, 23 de marzo de 2010

Huey mécatl: canto de primavera

I
Prístinos soles azules
ardieron en otras galaxias
Diminutos testigos luminosos
pequeños peces diamante
se incrustan en la bóveda marina

Acá abajo el pentágono sonoro
cinco ballenas anaranjadas
navegan el viento
Cantos del tiempo y el desierto
entonan sus cuerdas magnificadas

De la rugosa y fría piel de ballenas holandesas
se desprenden melodías apacibles
Prestos a oídos diligentes
surgen destellos de arpa
percusiones y rasgueos
pianofortes y estruendos
evocación de bajos y cellos

Fluye la noche
cantan el desierto y el tiempo




Foto: David Pineda
www.flickr.com/photos/pineeda

II
Pasado el mediodía
Tonatiuh Apolo Tata Huriata
derrama aún sus rayos
lisos cabellos dorados y anaranjados
sobre la piel metálica y rugosa
de las cinco ballenas

Crean nuevamente las cetáceas
pentagónica armonía
a compaces de luz
Sus naranjas cuerpos reverberan
y el sonido se desparrama
violenta tempestad
vorágine de alta marea

Y el sonido se va lentamente escurriendo
suave oleaje
hasta esconderse de vuelta
en el mar azulado y violeta
que es de nuevo la bóveda celeste

Cantan el tiempo,
el mar y el desierto
Empapándose de luna
nace el crepúsculo primaveral.


Ciudad Universitaria, Coyoacán, marzo del 2010.

miércoles, 3 de marzo de 2010

De Poeta en Nueva York



La aurora

La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean en las aguas podridas.

La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.

La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.

Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.

Federico García Lorca



A propósito de La aurora

Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo planteó una síntesis de la herencia de dos vertientes de pensamiento que nutren la mentalidad estadounidense, el protestantismo calvinista y las lecciones acerca del manejo del capital en la autobiografía de Benjamín Franklin. No podría haber un espacio más propicio que Nueva York para percibir los frutos de esa compleja ideología.

Federico García Lorca desde las entrañas del monstruo, como lo diría Martí, describe e interpreta una de las facetas de un mundo donde la máxima institución: la bolsa de valores en Wall Street, si bien es la máxima expresión del capital especulativo, es también, como lo ha dicho Woody Allen, una metáfora de la decadencia de la cultura contemporánea (Ver: Manhattan, 1979).

García Lorca pinta los versos con chapopote y deja caer sobre ellos el metal dorado que devora niños abandonados. Remite este poema a un anhelo de justicia, por una parte, y también hay el afán de hacer ver la infertilidad de ese diario movimiento de hombres-máquina; pues se va a los juegos sin arte, a sudores sin fruto. En contraste, podríamos jugar con esos mismos colores e imaginar un campo de tierra negra del cual se cosecha el oro del trigo. El asfalto, en cambio, no produce nada.

Natura, la aurora en este caso, al gemir, es testigo de una podredumbre total. El poeta pareciera darle voz a una naturaleza sepultada bajo el asfalto de Manhattan que grita implorando o exigiendo libertad.

El mal, engendrador de inmundicia, es el espíritu del capitalismo, el afán individual de acumulación de riquezas que inevitablemente mengua la posibilidad de acumulación de alguien más. La herencia protestante es un ascetismo que niega el disfrute, el goce de la vida, en virtud de alcanzar la gloria eterna. García Lorca muestra estas contradicciones, pero sobre todo, hace notar lo vacío de un mundo ausente de canto y arte.

El joven anarquista español, autor de canciones y poemas de arte mayor y menor, que cantara nardos y caracolas; muslos que se escapaban como peces sorprendidos; la muerte de su primo el Camborio; y un horizonte de perros que ladraba muy lejos del río, en Nueva York, en el fatídico año de 1929, no puede sino cantar columnas de cieno.

lunes, 1 de marzo de 2010

Entonces

Andando por la huerta apareció una hoz, allí donde llevaban el corte segando la maleza, una hoz como con la que cortábamos la alfalfa.
Alfalfa con la que hacías agua los domingos cuando me pedías que saliera a cortar un manojito, la enjuagabas en el fregadero y la metías a la licuadora donde ponías agua limpia del pozo, la endulzabas y nos la tomábamos a media tarde.
Teníamos la media hectárea de enfrente con alfalfa para darle de comer de ahí a los conejos, cuando había conejos.
Y en épocas de apuros hacíamos pacas para vender en el mercado. Antes pasaba con Leopo, que era del único de quien me fiaba para esas cuestiones. ¿A cómo se está vendiendo la paca? Que a este tanto, o este otro. Y con la camioneta cargada me iba para Uruétaro a vender esa hierba verde antes de que ese echara a perder.
Pero la verdad, nos gustaba sembrarla porque se veía tan bonito, sobre todo en los días de julio, la alfalfa enfrente de la casa y al lado los mezquites y los fresnos que se lavaban con la lluvia. Y sí, nos quejábamos porque había muchos charcos y no faltaba quien se le atascara la camioneta en el camino, o se anduviera resbalando en el ramal. Y vente con el tractor, y que los muchachos se suban en la caja de la camioneta para hacer contrapeso.
Sembrábamos trigo porque rendía mucho por hectárea, aunque necesitara más riegos que la cebada. Al cabo que si no había agua de temporal, estaba el pozo. Y a la hora de la cosecha le rentábamos la trilladora a Nando y llevábamos el grano en los camiones grandes. Si no se vendía con uno, íbamos con otro y si no íbamos hasta las harineras. Sí, así era, cuando el pozo daba agua, cuando sembrábamos trigo, cuando llovía, cuando teníamos la alfalfa y los conejos, y también daban.


Gustav Klimt, Huerto frutal.