viernes, 25 de septiembre de 2009

Un sueño

Despierto de madrugada en un campamento. Casi amanece y se siente el frío de la montaña. Frente a mí un hombre mayor se frota las manos y las acerca al fuego. Su harapiento abrigo, la descuidada barba de semanas, las manos ennegrecidas por el carbón, dan a su figura una apariencia lustrosa. No lo distingo realmente, pero sus minúsculos ojos negros y penetrantes me son familiares.
La voz de alguien más enumera en náhuatl:
–Ce, ome, eyi, nahui–. Se detiene en el cuatro y vuelve a empezar –Ce, ome, eyi, nahui–. Es una voz temblorosa, vibrante, la voz de un viejo que da la impresión de reprimir a cada instante el brote de una carcajada. Ignoro de dónde procede. Sólo la escucho, la escuchamos los dos, el hombre de los ojos pequeños –que por instantes parecen ignorarme– y yo.
El hombre extiende una mano para asir un pocillo de barro, bebe del traste algo humeante. El hombre no habla, sólo contempla. Giro la cabeza a un lado y al otro en busca de la voz que continúa. Balbucea ahora en purépecha: –Curitze–, zopilote. Al volver la vista hacia atrás se hace de noche o pierdo el sentido…



Aún no oscurecía cuando llegamos a la casa, papá estacionó el auto en la cochera y apretó el botón del control remoto que hacía bajar la cortina metálica. Mientras se comenzaba a escuchar el ruido de la puerta, algo como un resquebrajamiento de piedra irrumpió. Papá, mamá, Francisco, mi hermano mayor, y yo miramos hacia la pared de donde provenía el ruido, a espaldas de la puerta.

La pared de adobe se terminaba de abrir y de ella emergía un ataúd. Era metálico, de color gris y estaba colocado en forma vertical. La puerta –la tapa, quiero decir– se abrió y dejó verla a ella. Era una mujer aún joven, ataviada en vestiduras antiguas, de colores negro, gris y rojo, un vestido elegante, y una especie de velo que cubría en parte su rostro. No me es posible recordar ya los rasgos de su cara, pero su cabello era negro y parecía como si hubiera estado siempre en esa especie de trono, esperando el momento preciso para hacer su aparición.

Se dirigió a nosotros para decirnos que alguien moriría esa noche. En la tapa de su caja fúnebre estaba manuscrita la lista de fallecimientos en esa misma finca. Eran páginas amarillentas en las que una letra cursiva señalaba los nombres de muchas personas cuyos nombres no me detuve a leer. Supe, eso sí, que al final de la lista ella agregó mi nombre y quedó éste justo debajo del de mi hermano que había fallecido años antes, se distinguía entre los demás por la frescura de la tinta que recién había vertido la dama en el papel amarilloso.

En el vientre, en las entrañas, en la profundidad de mí mismo comencé a temer. La certeza de mi muerte esa noche era sólo comparable a la terrible incertidumbre de cómo y en qué momento ocurriría, a la espera del momento definitivo. Quise hallar entonces el alivio en mis familiares, pero nadie, ninguno de mis padres y tampoco mi hermano quisieron decirme algunas palabras consoladoras, tampoco quisieron darme alguna pista de que no fuera cierto.

El miedo se apoderaba de mí, una sensación de profundo desamparo, de extravío, de orfandad me recorría desde muy en el fondo del vientre y el pecho, y hasta las puntas de los dedos.

El tiempo se colapsa de alguna manera, y de pronto, la angustia de esa amenaza de muerte continúa en mí, pero ahora estoy en la recámara de la casa de campo. Como si hubieran pasado unas horas desde el anuncio de aquella mujer con apariencia de virgen de templo –la recuerdo ahora, en su atuendo oscuro, capa de terciopelo de color carmín, era parecida a una virgen que visité alguna vez, quizás en semana santa, y cuyo faldón mi tía Laura acariciaba antes de persignarnos a mí y a mi primo Jorge, su hijo. “Virgen del Santísimo Socorro, ruega por nosotros, Virgen del Carmen, ruega por nosotros, Virgen de la Macarena, ruega por nosotros”–.

Pero ahora era claramente la noche en la recámara en la casa de campo. Mis padres no habían permitido que durmiera con ellos y entré a la habitación, esa habitación en la que alguna vez desperté de madrugada buscando inútilmente en la pared la chapa de la puerta hasta que Francisco mi hermano despertó enfadado para decirme que la puerta estaba en otra parte. Esta vez también era la noche y era hora de dormir.

Alguna ayuda, alguna forma de alivio pedía yo a Francisco para soportar esa angustia que me inundaba. Era por demás, no había palabras para mí.



Cuando ya me disponía a dormir, y destendía la cama para acostarme, comenzaron a escucharse los pasos de soldados justo afuera de la casa. Los perros, fieles guardianes, ladraban a la noche y tan pronto como uno comenzaba a aullar, los de otros lugares contestaban el llamado. Mientras tanto, los pasos de los soldados no cesaban de escucharse. Parecían cientos los que circundaban la finca. Quiero recordar que en un momento me asomé por un resquicio entre la cortina y la ventana para verlos. Era ineluctable. Marchaban, marchaban, marchaban. En las botas lustradas y en los cascos refulgía azulada la luz de la luna. Y los perros le ladraban a ella, como en un acto desesperado de solidaridad hacia mí, pidiendo ayuda.

Creo que intenté esconderme bajo la cama, en un armario, tras el sillón de mi abuelo. Pero Francisco me dijo que era por demás. Venían por mí y habrían de encontrarme…

Desperté de esta angustia y en el techo de la casa de campaña vi reflejada la sombra de un pirul que por un momento me hizo volver a temer. Pero era de día y estaba de vuelta en el campamento en la sierra de Guanajuato, como lo atestiguaban el olor a pasto húmedo y a esa intimidad incierta de las tiendas de campaña. Tenía seis u ocho años y sólo al despertar e incorpoarme recordé que alguien faltaba en aquel sueño, mi hermano menor de cuya existencia me había olvidado en ese viaje. Corrí el cierre de la tienda de campaña y al asomar la cara al frío de la madrugada miré a un viejo lustroso que bebía café con piloncillo en un pocillo de barro.



Al salir de la casa de campaña, impelido a orinar por el frío, ya no tenía ocho años, sino veinte o veintidós. –Verra la morte e avra i tuoi occhi–, dijo el hombre harapiento y sonrió. “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, recordé de mi antología de Cesare Pavese, mientras orinaba frente a un árbol. Aún no amanecía. Miré hacia el cielo y contemplé el pedazo de luna que todavía resplandecía en medio de un cielo grisáceo. Se me figuró el astro a la cuchilla de una guadaña que podría arrancarme los ojos. Al volverme a la tienda le dije al hombre: –Vendrá la muerte, eso es indiscutible, hoy o mañana o en otro año, pero vendrá por todos nosotros–. El hombre reía, un perro pequeño olisqueaba a sus pies y bastó que aquel levantara su bordón y chistara para ahuyentarlo.