lunes, 28 de junio de 2010

Angustia por la muerte

Gilgamesh es un poema antiguo, producto de la cultura de los babilonios; mas llegar a las profundidades de una cultura significa adentrar en la esencia del hombre. Comencemos, pues, con su resonancia en la Biblia, heredera de este texto. El autor (¿autores?) de este poema deja una sensación de anhelo de sabiduría. Hay por lo mismo en la voz del poeta, admiración de lo aprendido por Gilgamesh, el gran rey. Es éste el mismo signo de grandeza, por cierto, que podrá hallarse en Salomón de Jerusalén:

El principio de la sabiduría es el temor de Yavé,
y son necios los que desprecian la sabiduría y la disciplina […]

La sabiduría está clamando fuera
alza su voz en las plazas. […]

Mi fruto es mejor que el oro puro;
Mi ganancia, mejor que la plata acrisolada.

Mas el hombre es siempre falible. Ese deseo de sabiduría puede llegar a ser también vanidad, como se advierte en el Eclesiastés, pues donde hay mucha ciencia hay mucha molestia, y creciendo el saber, crece el dolor. En Gilgamesh, los dioses de pronto se molestan de ver a ese ser, dos tercios divino, un tercio hombre, buscando la vida eterna. Lo llamativo de nuestro héroe babilónico, quien todo lo supo, es que su interés en el conocimiento nace de la angustia por la muerte. Gilgamesh completa su periplo para llegar al final a aceptar su condición mortal. Utanapishtim contempla muy claramente la condición de los hombres mientras ve al héroe dormir: “¡Cómo es débil la inconstante humanidad!”

Los dioses y los semidioses de las mitologías antiguas (la griega, la nórdica, la mesoamericana) son cercanos a nosotros, actuales, gracias a su notable humanidad. La escritura, y con ello lo que fue primero: los mitos y los cuentos orales, parecieran necesitar de la creación de la divinidad para contemplar a los hombres y entenderlos. Los hombres nos escribimos a nosotros mismos. Y de ahí la necesidad de inventar al otro, a aquél que es diverso de lo conocido, para el que podremos ser siempre causa de asombro, aunque no sea más que un artificio para hablarnos a nosotros mismos. A diferencia de la contemplación en el espejo, o en el río de nuestra conciencia; el crear a uno que contempla es un ejercicio de imaginación, acaso de jugar a ser dioses. Esos seres creados, no obstante, no pueden dejar de reflejar nuestra manera de entender y ser en el mundo.

Así, después del viaje, y habiendo llorado su suerte, al contemplar frente a sí Uruk-el-Redil, su ciudad, Gilgamesh no puede sino señalar su grandeza y comprender que no hay inmortalidad más que en lo que se ha construido en la vida. Muere el ser humano y no deja sino su obra. Es ésta la que podrá trascender. Gilgamesh, no sólo el héroe, sino el poema ya, adquiere perennidad. Igualmente, hoy no sobrevive José Gorostiza, pervive la Muerte sin fin y ese minuto descrito que no deja de acosarnos, lo mismo a los sabios aztecas que previeron la llegada de hombres barbados, a los católicos de Pedro el Ermitaño, a los jacobinos de Era Terciaria, que a los ingenuos devotos del espíritu del capitalismo: en el terco repaso de la acera, en el bar, entre dos amargas copas o en las cumbres peladas del insomnio. Dioses creadores de poemas, dioses creados por la pluma, hombres inventados, somos los mismos al paso de la edad del mundo.



Visión del mundo
Nos llega de esos tiempos remotos en que las tierras del actual Irak no eran bombardeadas aún, sino por sus dioses, la experiencia de la construcción de un imaginario. El mundo material que rodeaba a aquellos hombres aparece en la lectura de este poema: lapislázuli, trigo, leones y con ello, sus dioses. El escrito nos trasmite una concepción del mundo, a través de su uso del lenguaje, la manera de jugar con él. En este sentido, la característica más frecuente es el paralelismo: Su boca es fuego. Su aliento es muerte (refiriéndose a Huwawa). Pero también, como se ha dicho, por la expresión de los temores y deseos, la concepción de la naturaleza humana; aunque todo esto transmitido inevitablemente mediante el lenguaje.

Hay una característica del héroe que resalta y es su capacidad sensible. ¿Cuántas veces vemos a Enkidú y a Gilgamesh llorando o contando al otro un sueño que lo intriga? El amor entre estos personajes también llama la atención; el profundo lazo cariñoso que los une y que se demuestra en distintos momentos. Estos héroes se consideran hermanos y juntos andan. Es una exposición de la necesidad de compartir, la visión de la colectividad, y más precisamente de la pareja. En el momento en que deciden luchar juntos hay una exaltación de la solidaridad: se unen para tener más fuerza. De manera que la expresión escrita da cuenta también de valores sociales.

Por muchos años, la antropología creyó que era su labor estudiar las civilizaciones lejanas al hombre europeo, las otras civilizaciones; pero no como sociedades y comunidades distintas sencillamente, sino como antecedente de la civilización europea. Babilonia sería entonces la inmadurez, infancia humana. Me gustaría ver, o al menos así he querido leer este poema, como proveniente de un abuelo sabio que hubiera vivido en otro universo; el habitado por otra época del tiempo. Ese universo no podría ser muy distinto del actual, pues a cada hombre que ha vivido lo ha acosado la misma angustia por la muerte.


Referencias:
Proverbios, 1, 7; 1, 20; y 8, 19. Sagrada Biblia (Traducción de Eloino Nacar Fuster y Alberto Colunga Cueto.), B.A.C., Madrid, 1979.
Gilgamesh o la angustia por la muerte (poema babilónico), Trad. Jorge Silva Castillo, Colmex, México, 2004.

domingo, 6 de junio de 2010

Sonetos de la Eternidad de Gustavo Enrique Orozco

Del soneto, flor antigua y siempre joven, viene Gustavo a cantarnos...
Está más que probada la posibilidad de una forma poética que ha dado frutos invaluables en los terrenos de la lengua española, como lo comprueban las cosechas memorables de aquel siglo de la espigas de Oro.

Once sílabas, la cruz y la espada española vinieron a América. Y el oído diligente de aquellos que aprendieron otras lenguas de esta tierra hace más de quinientos años pudieron hallar cauce para el endecasílabo en el río reinvención del castellano que implicó la conquista, pero también en la traducción de poetas como aquel sabio señor de Texcoco, llamado Nezahualcóyotl.

En el siglo pasado Ezra Pound, el poeta estadounidense, fue a perseguir a Italia y a Occitania en el sur de Francia documentos del siglo XI para hallar los orígenes en Occidente de esta manera de acomodar las palabras. Y en su tarea de investigación fue a dar con recopilaciones de China y otros países de aquel, ni tan Lejano ni tan Oriente para nosotros. Tras largas horas de lectura con su voz vigorosa y como de ultratumba, de investigaciones exhaustivas por las poesías del mundo, Pound fue moldeando su poética. En El arte de la poesía nos dice que son ingenuos aquellos que creen que escribir un poema se trata de algo menos difícil que escribir música. Gustavo Enrique Orozco asume este reto.

No es ninguna casualidad que desde hace tiempo profiera un amor excepcional a la Sinfonía Fantástica de Berlioz, a La Consagración de la Primavera de Stravinsky, a ciertas piezas de Eric Satie y al jazz. Sé que ha retomado sus clases de saxofón. Ignoro sobre sus dotes como intérprete, pero estoy convencido de su capacidad para encontrar el ritmo. Quizás alguien podría nombrar a algunos de sus Sonetos de la Eternidad, sonetos sincopados, señalando la influencia del contratiempo en el jazz, pues Gustavo juega con la forma del soneto, haciendo encabalgamientos que reinventan el tradicional esquema de dos estrofas de cuatro versos y dos estrofas de tres versos.

Entre pláticas sobre poemas de Villaurrutia y Gorostiza, la voz de Ella Fitzgerald, las composiciones de Miles Davis, y nuestros fantaseos de ficción histórica, Gustavo Enrique me ha abierto la puerta para leer a Fayad Jamís, Elsa Cross y William Carlos Williams, entre otros poetas. Dicho esto, me es inevitable pasear los ojos por las páginas de su recuento del viaje a la Eternidad sin percibir ciertos guiños a estos y otros autores, pienso en Paz, pienso en Borges y evoco la primera vez que me leyó una selección de los Elogios de la luz y de la sombra, ese deslumbrante texto de Jaime Labastida.



Orozco ensueña la eternidad en el instante, tema antiguo entre los poetas líricos. Lo eterno es lo indecible, lo inefable porque se nos escapa de los dedos en aquello que deja de ser una caricia para ser un recuerdo, en aquello que era una mirada y es ahora evocación de tristeza. Lo eterno se esconde como un chiquillo travieso entre las horas que se apilan en los estantes de la cotidianidad. Pero Gustavo Enrique se mete a husmear en la mercancía apilada de los estanquillos de la memoria y la imaginación; y entre luces y sombras logra que la eternidad salga a jugar un rato con él a plena luz del día o en los intervalos en que se dibuja la tarde a tiempo en sol, a tiempo en sombra.

La luz es una sustancia poderosísima que Gustavo emplea como materia prima. El autor percibe en ella una cualidad corpórea y en sus poemas deja testimonio de la observación de halos, sí, pero también de falanges de luz, páramos de reflejo, llamas dormidas que descienden.

Uno lee Sonetos de la Eternidad y se pregunta cómo. Cómo puede atreverse un hombre a ejercer esta libertad, en un mundo de realidades no pocas veces oprimentes, la libertad más libérrima, la de sentarse en un sitio, dígase el Paseo de la Reforma, el desierto en Sonora, una buganvilea en un muro de Yuriria o las alturas de la torre Latinoamericana, y no hacer otra cosa que no sea contemplar, y no sólo, sino ejercer el poder de la palabra y volverse así medio y testigo de la contemplación del mundo.

Sé que Gustavo, de muy niño, en algún sitio de la casa familiar en Azcapotzalco descubrió una antología con versos de San Juan de la Cruz.
A ese tipo, quizás, le podamos echar la culpa.

Sonetos de la Eternidad de Gustavo Enrique Orozco, Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, México, 2009.

http://gustavoenriqueorozco.blogspot.com