martes, 13 de mayo de 2008

Diletante, sinuoso, disperso, vacilante, el cuerpo acorazado de vanidad da pasos temerosos. Camina como en una imagen de siluetas, sombras que se unen y se separan en un andar escandaloso y fatuo.
Bajo el porte de esa facha inconfundible, de ese trote torpe y una sonrisa ingenua, se esconde no obstante, se esconde ante el espejo, se esconde ante el charco de lluvia que se topa en el la calle malholienta...una luz.
Y esa luz puede ser de pronto látigo, sí, pero látigo luminoso, verdad a voces enunciada, no gritada (no hay necesidad de gritar cuando luego del bullucio fugaz la calle puede ser penetrada por el silencio). Ese látigo verdad ilusión podría mostrarse también en unas cuantas lágrimas, profundas y dolientes pero limpias.
El cuerpo, destrozado, queriendo cobijarse aún bajo la vanidad, sabe a pesar de sus engaños (los reales y los sugeridos de pronto por la facilidad del pretexto), el cuerpo sabe que el latigazo de luz, que el violento rayo deslumbrante es también una esperanza.
Ya no es látigo entonces. No debe ser látigo, no puede ser látigo, sino luz abrumadora aunque sea apenas un resquicio en el andar débil y umbroso, siempre diligente.

Hacia ese efímero rayo de luz, hacia ese destello de sol hay que destinar la caminata.

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