domingo, 6 de junio de 2010

Sonetos de la Eternidad de Gustavo Enrique Orozco

Del soneto, flor antigua y siempre joven, viene Gustavo a cantarnos...
Está más que probada la posibilidad de una forma poética que ha dado frutos invaluables en los terrenos de la lengua española, como lo comprueban las cosechas memorables de aquel siglo de la espigas de Oro.

Once sílabas, la cruz y la espada española vinieron a América. Y el oído diligente de aquellos que aprendieron otras lenguas de esta tierra hace más de quinientos años pudieron hallar cauce para el endecasílabo en el río reinvención del castellano que implicó la conquista, pero también en la traducción de poetas como aquel sabio señor de Texcoco, llamado Nezahualcóyotl.

En el siglo pasado Ezra Pound, el poeta estadounidense, fue a perseguir a Italia y a Occitania en el sur de Francia documentos del siglo XI para hallar los orígenes en Occidente de esta manera de acomodar las palabras. Y en su tarea de investigación fue a dar con recopilaciones de China y otros países de aquel, ni tan Lejano ni tan Oriente para nosotros. Tras largas horas de lectura con su voz vigorosa y como de ultratumba, de investigaciones exhaustivas por las poesías del mundo, Pound fue moldeando su poética. En El arte de la poesía nos dice que son ingenuos aquellos que creen que escribir un poema se trata de algo menos difícil que escribir música. Gustavo Enrique Orozco asume este reto.

No es ninguna casualidad que desde hace tiempo profiera un amor excepcional a la Sinfonía Fantástica de Berlioz, a La Consagración de la Primavera de Stravinsky, a ciertas piezas de Eric Satie y al jazz. Sé que ha retomado sus clases de saxofón. Ignoro sobre sus dotes como intérprete, pero estoy convencido de su capacidad para encontrar el ritmo. Quizás alguien podría nombrar a algunos de sus Sonetos de la Eternidad, sonetos sincopados, señalando la influencia del contratiempo en el jazz, pues Gustavo juega con la forma del soneto, haciendo encabalgamientos que reinventan el tradicional esquema de dos estrofas de cuatro versos y dos estrofas de tres versos.

Entre pláticas sobre poemas de Villaurrutia y Gorostiza, la voz de Ella Fitzgerald, las composiciones de Miles Davis, y nuestros fantaseos de ficción histórica, Gustavo Enrique me ha abierto la puerta para leer a Fayad Jamís, Elsa Cross y William Carlos Williams, entre otros poetas. Dicho esto, me es inevitable pasear los ojos por las páginas de su recuento del viaje a la Eternidad sin percibir ciertos guiños a estos y otros autores, pienso en Paz, pienso en Borges y evoco la primera vez que me leyó una selección de los Elogios de la luz y de la sombra, ese deslumbrante texto de Jaime Labastida.



Orozco ensueña la eternidad en el instante, tema antiguo entre los poetas líricos. Lo eterno es lo indecible, lo inefable porque se nos escapa de los dedos en aquello que deja de ser una caricia para ser un recuerdo, en aquello que era una mirada y es ahora evocación de tristeza. Lo eterno se esconde como un chiquillo travieso entre las horas que se apilan en los estantes de la cotidianidad. Pero Gustavo Enrique se mete a husmear en la mercancía apilada de los estanquillos de la memoria y la imaginación; y entre luces y sombras logra que la eternidad salga a jugar un rato con él a plena luz del día o en los intervalos en que se dibuja la tarde a tiempo en sol, a tiempo en sombra.

La luz es una sustancia poderosísima que Gustavo emplea como materia prima. El autor percibe en ella una cualidad corpórea y en sus poemas deja testimonio de la observación de halos, sí, pero también de falanges de luz, páramos de reflejo, llamas dormidas que descienden.

Uno lee Sonetos de la Eternidad y se pregunta cómo. Cómo puede atreverse un hombre a ejercer esta libertad, en un mundo de realidades no pocas veces oprimentes, la libertad más libérrima, la de sentarse en un sitio, dígase el Paseo de la Reforma, el desierto en Sonora, una buganvilea en un muro de Yuriria o las alturas de la torre Latinoamericana, y no hacer otra cosa que no sea contemplar, y no sólo, sino ejercer el poder de la palabra y volverse así medio y testigo de la contemplación del mundo.

Sé que Gustavo, de muy niño, en algún sitio de la casa familiar en Azcapotzalco descubrió una antología con versos de San Juan de la Cruz.
A ese tipo, quizás, le podamos echar la culpa.

Sonetos de la Eternidad de Gustavo Enrique Orozco, Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, México, 2009.

http://gustavoenriqueorozco.blogspot.com

1 comentario:

Andoni dijo...

Hola, me llamo Andoni. Tú y yo nos conocimos un día cuando, Gustav expuso su trabajo en el muro Aulico.
REalizé un trabajo al respecto de su poesía y me gustaría que lo leyeras.
¿Puedes pasarme tu mail?
El mío es: lagartijacomeraiz@gmail.com